sábado, 1 de diciembre de 2012

La Universidad Pública y los siete saberes de Morin


El quinto de los siete saberes imprescindibles para
la educación del futuro (Edgar Morin)

La Universidad Pública:
Un contrapoder frente a la globalización

por Ruben Hallu
Rector de la Universidad de Buenos Aires

Seminario Universidad Pública y Globalización
Universidad de Chile, 170 aniversario,
16 de noviembre de 2012



Agradezco a la Universidad de Chile, y en especial a su Rector, mi estimado amigo el Profesor Víctor Pérez Vera, el privilegio de esta invitación a participar del festejo los 170 años de esta casa de estudios superiores, y de poder hacerlo en este Seminario Internacional sobre las encrucijadas de nuestras universidades públicas en la globalización, un debate urgente e imprescindible.Como me siento en casa de amigos, y en estos espacios los circunloquios y las inferencias sutiles son mucho más incómodos que las proposiciones abiertas y frontales, permítanme empezar sin rodeos: En el mundo de hoy, financieramente globalizado, con representaciones debilitadas y con sus recursos tecnológicos y presupuestarios cada vez más orientados a la guerra, la universidad pública no es una opción, es una necesidad estructural y, me atrevo a sostener, es el contrapoder por excelencia con que cuentan la sociedad civil, los pueblos y la democracia.

Cuando enuncio “el mundo”, sin limitarme a nuestra América Latina o los países llamados emergentes en la nomenclatura de los organismos internacionales, no estoy siendo metafórico: el búmeran de los rasgos más negativos de la globalización – la especulación, las burbujas financieras e inmobiliarias, el dispendio armamentista, la negligencia frente al cambio climático, el derroche de energía, el agiotismo con el petróleo crudo y los alimentos, la súper especialización técnica en detrimento de las competencias genéricas y la capacidad creativa, la precarizción del empleo, la cancelación de la asistencia social, el resurgimiento del racismo y la xenofobia, y la agudización de las desigualdades en medio de la abundancia y el despilfarro, con un regreso a los momentos más vergonzosos de la historia humana – ya ha golpeado a la mayor parte de las naciones, incluyendo a varias de la grandes potencias industriales. La globalización está llegando a su punto de ineficiencia. La pulsión privatizadora ha avanzado por encima de las decisiones de los estados. Hasta fines del siglo XX, el ajuste ortodoxo, que hacía pagar a los menos favorecidos el costo de las crisis, podía observarse en un mapa, que acusaba una clara distribución geográfica contra las naciones menos favorecidas. Una década después, esa frontera, que alguna vez pareció representar una polaridad nortesur, se está esfumando: ha salido de la geografía para convertirse en un blindaje, errático, escurridizo, que aísla a las oficinas de poder concentrado del resto de la humanidad. De hecho, la noción misma del estado nación esta hoy severamente comprometida, pero no por las mejores razones, aquéllas que auguraban una internacionalización de la sociedad del conocimiento, emparejada con acuerdos estratégicos regionales, continentales y mundiales, sostenidos en legislación común, cooperación, solidaridad y organismos confiables de arbitraje y justicia.

Lo que cuestiona hoy a los estados nacionales es un conjunto de las peores razones: las de corporaciones anónimas que hasta tienen ejércitos y logística bélica privados, que se financian no con recursos propios sino con el déficit público; las de los consorcios y joint ventures de intermediación que, en segundos, compran millones de barriles de petróleo y de toneladas de alimentos frescos para duplicar su precio; las de las industrias de la salud que invierten la totalidad de sus recursos de investigación y desarrollo en altísima complejidad y desfinancian la lucha contra pandemias y epidemias; las de los sofisticados mecanismos de lavado de dinero, no sólo el proveniente de actividades criminales típicas, sino también los ingentes volúmenes de evasión fiscal. El proyecto de la sociedad del conocimiento, del que muchos nos sentimos partícipes, el que fue reforzado y respaldado por sucesivas declaraciones de organismos internacionales, en foros donde, desde una pluralidad de enfoques académicos, conceptos pedagógicos y filiaciones políticas, fuimos unánimes al ratificar a la educación superior como un bien no transable, ese proyecto también está amenazado. “La Educación Superior es un bien público social, un derecho humano y universal y un deber del Estado. Ésta es la convicción y la base para el papel estratégico que debe jugar en los procesos de desarrollo sustentable de los países de la región”, dijimos hace poco más de cuatro años en la Declaración Final de la Conferencia de Cartagena de Indias; esto, amigos, es incompatible con la doctrina de los filibusteros, para quienes lo público en general, y el conocimiento público en especial, es un obstáculo poderoso. La defensa de la sociedad del conocimiento o, mucho mejor dicho, la concreción de la sociedad del conocimiento, tiene en la universidad pública su núcleo central, su principal fortaleza. No decimos que seamos la única. No decimos que la educación superior de gestión privada no sea también un agonista relevante en este proyecto, ni tampoco que los niveles medios y primarios de educación, de gestión estatal, privada o mixta, no formen parte de este nuevo modelo de sociedad plural, democrática e inclusiva.

Lo que decimos es que, sin universidad pública, no hay sociedad del conocimiento, no hay educación y formación permanente durante toda la vida, no hay investigación estratégica ni transferencia de saberes a la sociedad y los estados, no hay agenda pública y colectiva para la ciencia y la tecnología, no hay renovación de los modelos pedagógicos, y, como dije al principio, no hay un contrapoder consolidado que le ponga freno a los mercaderes en su intento de apropiación del patrimonio intelectual. Sé que hablar de contrapoder puede generar resquemores, por un lado, y entusiasmos excesivos por el otro, de modo que voy a tratar de poner el concepto en su punto justo. La universidad pública no reemplaza a los partidos políticos en su rol indelegable de organizadores de la representación y participación democrática. No reemplaza, por supuesto, a los tres poderes de la república, ya que a estos, y especialmente al Legislativo, les compete el debate y la asignación de recursos para nuestra gestión sea eficiente y nuestra autonomía sea sólida. Definitivamente, no reemplaza al antiguamente llamado cuarto poder, el de la prensa, que debiera ser garante de la transparencia, la accesibilidad y la circulación de la crítica en el diálogo social.

Pero la universidad pública tiene la capacidad de convocar a todos los otros actores a construir la agenda común del mediano y el largo plazo, los proyectos estratégicos capaces de unir a quienes hoy actúan como adversarios en la competencia del corto plazo. Y esto es lo que nos legitima para reclamar a los poderes del Estado el financiamiento de nuestra actividad, al que consideramos como un inversión claramente rentable, tanto en términos de ciencia y tecnología aplicada, como en términos de reproducción mejorada de los ciclos educativos y, finalmente, también en concepto de consultoría y auditoría de proyectos de desarrollo local, infraestructura, servicios e innovación productiva. La universidad pública es el lugar en el que la pluralidad no se declama, se ejerce como práctica de gestión cotidiana. Es el espacio donde la mirada no se fragmenta por intereses de sector, sino que adquiere perspectiva transversal y transdisciplinaria. La universidad pública es la usina de ideas más independiente que puede concebirse, y también la que cuenta con mayor audacia y capacidad de transgresión creativa. Es la consultora más objetiva y confiable con la que pueden contar los gobiernos, los legisladores, la justicia, las empresas, las organizaciones no gubernamentales, los restantes estamentos de la enseñanza, los actores públicos y privados de la salud, la producción, la sustentabilidad social y ambiental.

¿Por qué decimos que esas ventajas nos consolidan como un contrapoder? De alguna manera, esto ocurre casi por descarte, por selección negativa. Señoras y señores, esos poderes fácticos, erráticos, huidizos, esas corporaciones fantasmas que representan el lado más oscuro y hasta perverso de la globalización, no están, y subrayo, no están disputándoles la representación a los partidos políticos, aun cuando tengan injerencia en algunos de ellos; no están ocupando ministerios, no están apropiándose de las universidades privadas, aún cuando metan su cola en los rankings y, eventualmente, trasfieran fondos a algunos centros de investigación para algún desarrollo de punta. La disputa de fondo, el botín de esta batalla, es el conocimiento, es la cultura. El que logre apropiarse de su producción, distribución y enunciación, se apropiará también de la agenda, logrará fijar las prioridades, las elecciones, incluso tomará el control de las grandes metáforas y relatos civilizatorios.

¿Acaso no lo vemos? Alta competencia individualista, demonización de lo político, devaluación de lo público, deificación del éxito personal y la ganancia rápida, un relato de “ganadores y perdedores” que domina los vínculos personales y colectivos, acompañado de notorios deterioros en la autonomía personal, el pensamiento crítico y las habilidades de liderazgo asociativo, trabajo en equipo y comunicación efectiva. Es una batalla cultural de largo aliento, que no se limita a la cátedra o al arte, sino que impregna los modelos organizacionales.

Durante siglos, la metáfora social y política más empleada por los hombres y las naciones tuvo raíz constructiva, arquitectónica. Hablábamos de fundamentos, de cimientos, de estructuras, de pisos y techos para los acuerdos y las negociaciones, de horizontes, de miradas panorámicas, de plataformas. Todos estos recursos lingüísticos – universales, sin lugar a dudas – confluían en un paradigma que concebía nuestro mundo colectivo como un hábitat, una continuidad entre el oicos, el hogar; el ágora, el ámbito de reunión y debate, y la ecclesia, lo público.

Desde la segunda mitad del siglo XX se superpuso a ésta una segunda metáfora, de tipo bélico, promovida paradójicamente en tiempos de paz: En las organizaciones empezamos a hablar de conquista, de ocupación territorial, de “cuadros” directivos y “tropas” de empleados y vendedores, de “marketing de guerrilla”, los consumidores empezamos a ser “targets”, blancos móviles, y los ejecutivos empezaron a entrenarse en juegos de guerra. La estrategia pasó a ser una noción frecuentemente usada por nosotros, y nos olvidamos incluso que su etimología, más que eso, su definición primaria, es conducción de operaciones militares.

Permítanme, entonces, sugerir una tercera metáfora, una construcción ficcional al sólo efecto de trazar una tendencia en la economía mundial, y subrayo el carácter ficcional para que no puedan acusarme de sustentar teorías conspirativas: ¿Hay en el mundo actual alguna industria que cuente con mayores recursos económicos, mayor tasa de rentabilidad, mayor disponibilidad de mano de obra barata y, por sobre todo, mayor aporte de los presupuestos públicos, que la guerra? No. Ahora bien ¿Hay algún otro negocio en el que los directores y gerentes – en este caso los generales – cuenten con recursos ilimitados, tanto para acertar como para equivocarse, para ganar o para perder, que la guerra? No. Si, por añadidura, sabemos que cualquier general del llamado primer mundo que vuelva de un conflicto bélico – cualquiera sea el resultado colectivo – es bienvenido en el sector privado para ocupar cargos gerenciales con preferencia sobre cualquier otro profesional, tenemos un admirable círculo virtuoso.

Claro que, cuando empezamos a mirar con minucioso detalle los flujos de financiamiento de la investigación en tecnología de punta, la ficción nos salta a la cara con el sabor de una amarga realidad. No se trata solamente de armas y equipos letales, se trata también de transporte, logística, movimiento de suministros, medicina de guerra, hospitales de campaña, espionaje satelital, comunicaciones ... la lista es abrumadora.

No vamos a envanecernos, estimados colegas, en sostener que la universidad pública es el único centro de producción y transmisión de conocimiento capaz de trabajar con eje en la paz, la integración, el desarrollo humano, el fortalecimiento social, la protección ambiental, la erradicación del hambre y la indigencia, el pleno empleo, la vivienda, las energías alternativas, la renovación e integración de los grandes conglomerados urbanos, la calidad del agua, la multiplicación y accesibilidad del transporte, la promoción de los derechos humanos y, desde lo académico, capaz de formar al mismo tiempo profesionales aptos para el mercado laboral y líderes para el cambio.

No tenemos, las universidades públicas, la exclusividad en el arte de transformar a los discípulos en nuevos maestros. Lo que tenemos, señor Rector, es la responsabilidad indelegable de liderar al resto de los segmentos educativos en la ejecución de tal agenda, y la capacidad original de recrearla permanentemente y cohesionar y sintetizar los esfuerzos de otros centros y múltiples disciplinas. Sin la universidad pública, los poderes fácticos de la especulación y la guerra permanente tienen el camino allanado para apropiarse de los centros de investigación y formación, o al menos de cooptarlos. Alineando a su favor la producción del saber, no necesitan intervenir en los gobiernos, ni siquiera en los organismos multilaterales, para definir las prioridades de inversión productiva y social. Su agenda es la de una civilización de sobrevivientes, una suerte de darwinismo social, en la que el hambre, la marginación, la exclusión, las carencias, la conflictividad social, la inseguridad, el miedo, la estigmatización del diferente o del humillado como un enemigo, son funcionales a la acaparación de recursos y privilegios. Si aceptamos, no digo como definición sustantiva, sino al menos como línea de discusión, como un posible perfil a indagar, diseñar y construir, ese rol de contrapoder, surgirán otras preguntas acerca de los alcances y funciones que conlleva.

En efecto, si las universidades de gestión estatal nos limitáramos a ser la opción de los que no tienen recursos para pagarse estudios superiores privados, apenas estaríamos cumpliendo un rol asistencial. Nos condenaríamos a nosotros mismos a formar especialmente recursos humanos para las posiciones medias de empleo; formaríamos operadores, no creadores; ejecutores, no decisores. Y entonces veríamos languidecer nuestros presupuestos, emigrar a nuestros profesores, entregar el liderazgo en materia curricular, de investigación y autoevaluación. En poco tiempo, no sólo no vamos a haber quebrado las desigualdades sociales, sino que habremos ayudado a consolidarlas. No es nada descabellado esto que mencionamos; en el espíritu, en lo no declarado del muy cuestionado Proceso de Bolonia hay bastante de esto: no sólo que el sector privado establezca las prioridades, sino que los títulos más calificados los reciban los más acomodados. Por eso, el mero acceso de los grupos de menor ingreso a la educación superior es solamente una herramienta de inclusión del sistema público, no una definición esencial. Lo que define a la universidad pública es garantizar el acceso a una formación de la máxima calidad, y por eso somos los primeros en hacernos cargo, no solamente de producir una calidad educativa pasible de ser evaluada, sino que promovemos desde nuestros claustros el debate profundo sobre la calidad.

Las universidades públicas tenemos que lograr nuevos pactos con el sistema político y social. Cuando digo el sistema, quiero decir no el gobierno sino el Estado, de modo que todo el arco democrático de nuestros respectivos países, primero, y de las sociedades regionales que integramos, en segundo término, nos valide, desde lo jurídico y desde lo presupuestario, en ese rol múltiple de educación, investigación, extensión y transferencia de saber.

Señor Rector, colegas, amigos: Los siete saberes que Edgar Morin describió como imprescindibles para la educación del futuro, que son

(1) una educación que cure la ceguera del conocimiento,
(2) una educación que garantice el conocimiento pertinente,
(3) enseñar la condición humana,
(4) enseñar la identidad terrenal,
(5) enfrentar las incertidumbres,
(6) enseñar la comprensión, y
(7) la ética del género humano ...

... no son propiedad de la universidad pública. Pero hasta ahora, y probablemente por el resto de este siglo apenas iniciado, solamente son y serán sostenidos medularmente por las universidades públicas. Ése es nuestro poder. Ésa es nuestra vocación. Unámonos para consolidar nuestra misión y para seguir poniéndola en valor. Son muy pocos los que hoy osan declararnos prescindibles en público. De nosotros depende que cualquier ataque a la universidad pública quede deslegitimado por su propia torpeza.

Muchas gracias, y el abrazo cordial de la Universidad de Buenos Aires para ustedes.

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